domingo, 1 de agosto de 2010

PÁGINA DE CIERRE

A mis amigos y compañeros jubilandos: Joan, Teresa y Vicente

Aunque mi estancia por los corredores de este instituto ha sido breve, aún oigo resonar mis pasos junto al bullicio de la chiquillería, el taconeo perfumado de algunas docentes y el deslizarse silencioso de los que acuden raudos a sus aulas. Está todo tan reciente... Pero la vuelta del verano traerá otros zapatos que taconeen estos pasillos, otras zapatillas que correteen por sus suelos, otros ojos que vean otra realidad distinta. Ya nadie llamará “eh, Joan”, “hola, Teresa”, “hi, Pedro”. Ni el altisonante “Don Vicente” saldrá de la boca de los más pequeños. Nuestros nombres se irán lenta pero inexorablemente apagando y su eco se irá desdibujando en algún tenue recuerdo alrededor del café de las once. Quedarán, eso sí, nuestros nombres estampados en muchas actas de notas, entre los figurantes de los que asistieron a los claustros, en el recuerdo percuciente de alguna intervención extemporánea, en la anécdota de algún cabreo puntual, secretos y archivados en la secretaría solo para quien quiera investigar cómo eran nuestras rúbricas. Alguna foto casual de alguna actividad con los alumnos delatará que nuestras siluetas alguna vez formaron parte del entramado personal de este centro, pero serán fotos fantasmales que tras esa breve consideración volverán al álbum de los recuerdos a empolvarse de la pátina del olvido. Ningún alumno nos dirá jamás qué bien aprendió las provincias de España, la historia de la transición, los números racionales, o los verbos irregulares ingleses con nosotros. Todo eso lo tenemos asumido. El tiempo como un Cronos goyesco y despiadado devorará al tiempo y se devorará a sí mismo. Y otros nos irán desplazando en la rueda de la vida. Pero algún día inesperadamente oiremos gritar a nuestra espalda nuestro nombre; un antiguo alumno se levantará de su asiento en el metro a estrechar nuestra mano y a mostrarnos su aprecio porque, eso sí, recordará una impronta personal nuestra, una afición, algo en lo que hacíamos hincapié, algo que le llamó la atención de nuestra forma de ser, algo que podía ser aprovechado de nosotros. El digno oficio de maestro o profesor ejercido con autoridad, con responsabilidad y con vocación voluntarista estremecerá nuestros huesos reumáticos. Otro día puede que nos silben los oídos porque se nos esté mentando en algún mentidero de los corrillos de la sala de profesores. Y en esos momentos todo nuestro pasado escolar y nuestros afanes tornarán a la palestra sigilosa de nuestras cátedras clausuradas y recobrarán sentido. Personalmente lo que más valiosamente aprecio de algunos alumnos, aparte de ciertos trabajos que valoro y conservo, son las caricaturas que con cierta regularidad e insospechadamente me han ido entregando a lo largo de mi carrera. Todas ellas revelan algún rasgo mío que está ahí en la práctica social diaria con ellos y que si ellos no lo hubieran puesto de manifiesto, yo tal vez lo hubiera desconocido de mí. Bien analizadas son radiografías de ciertas maneras de ser. Una de ellas, tal vez la que recoge mejor el físico de mi frente despejada y de mi mirada cavernosa, firma “de tu alumno más cabrón”. No tengo nada más enternecedor: es una confesión de velada admiración y de impotencia canallesca. Qué fusión más auténtica de lo que supone esmerarse por lograr de un alumno que sea como él no se ve atraído a ser y en lo que sólo ve nuestra buena voluntad. A la postre, el logro de nuestras aspiraciones con ellos es subconsciente, hay que escarbar debajo de la anécdota para llegar a descubrirlo. Ni ellos se darían cuenta. Adiós a más de 30 años de decir “callaos”, “siéntate”, “atiende”, “repite”, “copia”, “castigado sin recreo”, “te voy a abrir un parte A/B”, "el lunes, examen", "abrid el libro por la página...". Volviendo la vista atrás tal vez nos engañemos a nosotros mismos pensando que si hoy nos tocara empezar cambiaríamos esto o lo otro. Desde antes de Platón y Aristóteles no hay otra manera de ejercer la enseñanza, no nos engañemos. La mezcla de rigor y ternura, de castigo y premio, de contento y enfado, de apremio y olvido unido a la idiosincrasia de cada uno van tan intrínsecamente ligados a la actividad que ya la profesión lo lleva consigo. Tal vez impediríamos que decayera el entusiasmo y la ingenuidad de los primeros años. Pero eso a su vez eludiría el paso insoslayable del tiempo por nosotros. Porque el tiempo tiene un legado de pesimismo e impertinente desencanto. Por eso veréis añoranza en todas las miradas de los viejos. Somos viejos. Termina una etapa larga de más de 30 años con unas pautas fijas, unos hitos, obligaciones, trabajos, descansos. Ahora afrontamos la última etapa: una etapa caótica, desorganizada, para la que nadie nos ha podido preparar porque no hay ninguna pauta preestablecida, la hemos de ir llenando de contenido: nuestras aficiones adquiridas y mantenidas nos vendrán muy bien para darle el sentido inicial, pero no es suficiente: tendremos que compaginarlas con un cierto ejercicio diario para que no se entumezcan nuestros miembros, es el momento de aplicar esa parte graciosa (por lo que supone de dádiva) para emplearla en beneficio de los demás. Es una etapa de colaboración y voluntariado, no nos la podemos guardar toda para nosotros solos. Y ¡cuántas horas se nos irán en los ambulatorios pidiendo la prescripción de nuestras recetas favoritas! Tendremos tiempo de recordar: el recuerdo de lo vivido y de lo anecdótico nos hará volver a revivir lo vivido que es una forma de rejuvenecer para quien ya los emplastos no tienen remedio. Sin miedo a eufemismos digámoslo: somos viejos. Podríamos haberlo sido a partir de los 65, pero las administraciones nos han adelantado bondadosamente cinco años de vejez. Y en esa manera reposada de volver a ver el mundo, apenas si reconoceremos al mirarlas detalladamente las calles que tantas veces hemos transitado: fachadas, balcones, rinconadas, motivos que han estado ahí velando nuestro paso presuroso y que no advertiremos hasta que las volvamos a transitar ya sin prisa y yendo a ninguna parte. Ese caminar hacia ninguna parte será la filosofía predominante de esta etapa última que ahora iniciamos y que recorreremos también con la imagen de todos aquellos que nos han sido compañía. Un mundo lleno de cosas, de caminos y paisajes, como el que se nos ofrece sería algo vacuo y sin sentido. Este sentido se lo dará el contacto con todos aquellos con quienes hemos viajado hasta el momento. El aprecio por los que han ejercido un cierto magisterio sobre nosotros y el diálogo con las voces de los que ya se fueron se mezclarán con el runrún de nuestros soliloquios. “Converso con el hombre que siempre va conmigo”, decía nuestro Machado. Y en esa conversación a solas veremos desfilar la película desimantada de nuestra historia, el baúl arrinconado de nuestra experiencia. Se acabó el afán trajinoso de corregir exámenes, de preparar la lección siempre repetida y siempre nueva –porque a nadie nos han servido nunca los apuntes del año anterior- de poner notas, de intentar ser justos en nuestras apreciaciones. Ya solo podremos juzgarnos a nosotros mismos.


A partir de ahora nos contentaremos con disfrutar del reguardo de un niño, del temblor de una rosa, de la furia del viento, del cansino repiqueteo de la lluvia, del fragor de las olas contra los acantilados y del fulgor de las estrellas en una noche limpia. Hemos llegado al principio de un camino sin trazado. Ahora nos toca de verdad “hacer el camino al andar” hasta el día en que el mar interponga su ancha margen de misterio y nos invite a embarcar ligeros de equipaje.


Hay varias alegorías de la vida que me resultan entrañables: la de los ríos que van a dar a la mar de Jorge Manrique y de Antonio Machado es la más cercana a mi modo de pensar. Pero si tuviera que cifrar mi experiencia personal de estos treinta y pico años de profesión, posiblemente acudiría a la alegoría de la vida como viaje. “Si inicias tu marcha a Ítaca, pide que el viaje sea largo para que puedas tener ocasión de afrontar aventuras y de adquirir experiencias”, Cavafis. Aventurada y venturosa ha sido mi carrera, sin ninguna duda. En cuanto a las experiencias adquiridas sí que podría destacar algunas:



  1. Somos lo mejor de nosotros mismos. Es una máxima irrenunciable. Todos nuestros alumnos, nuestros compañeros, por ineducables que nos hubieran podido parecer, tienen en su fondo algo –a veces hay que escarbar arduamente para encontrarlo- un valor, por insignificante que nos parezca, por el que vale la pena pelear. Alguna vez me habré extraviado en dar con el mismo, o no habré sabido apreciarlo, pero ese ha sido un principio que he procurado observar ciegamente. Errar también es humano.


  2. Vivir el momento. Esta profesión se presta a vivir de lo inmediato futuro: el próximo puente, las vacaciones venideras, que se termine esta hora de guardia... que nos impide disfrutar a fondo del momento en que estamos viviendo. He procurado olvidarme de esa urgencia por el futuro para concentrarme en lo que he estado haciendo en cada momento. Proporciona más felicidad personal y es un buen ejercicio de aceptación de las circunstancias.


  3. Comunicar experiencias más que conocimientos. La experiencia vivida desde nuestra perspectiva es a veces más atractiva y enriquecedora para los alumnos que conocimientos acumulados de la materia que impartimos. Es más orientador y satisfactorio.


  4. Ser profesor, maestro, orientador... es una profesión que está más orientada a hacer alumnos autónomos, críticos, autosuficientes. He procurado que mis alumnos pudieran prescindir de mí como explicante y que pudieran hacerlo ellos mismos con la multitud de recursos que hay a su alcance y que hay que saber proporcionárselos y que sepan utilizar. Y hacer alumnos críticos: que no nos importe la crítica, cualquiera que esta sea. Ejercer la crítica es ejercer la libertad y la capacidad de oponerse a todo tipo de autoridad que a veces se convierte en autoritarismo.

Y ya, para ir diciendo ese adiós condicional que es siempre una despedida, con mi pretensión de “bonachón jubiladito” que acomete un futuro beatífico, permitidme recordaros aquel final de unos versos de José Martí: “cardos ni ortigas cultivo; cultivo una rosa blanca” y de su complementario, el hernandiano “que tenemos que hablar de muchas cosas, compañeros del alma, compañeros”. Sea.